Hay funcionarios que, desde que los nombran, caminan como si hubieran recibido una transfusión de apellido. De la noche a la mañana, los apellidos que nunca los invitaron ni a un bautizo empiezan a tratarlos como si compartieran abuela. Y usted, embriagado por la novedad, confunde cortesía con pertenencia. Cree que finalmente entró al mundo que antes veía desde lejos.
Pero no se equivoque. Esa “élite” no lo adopta: lo alquila. No lo mira: lo calcula. No lo aprecia: lo administra. Esos gestos de cercanía, esas invitaciones a cenas donde el mantel pesa más que su currículum, esos mensajes llenos de cortesía ensayada… nada de eso es afecto. Es contabilidad social. Usted es un activo de temporada, una ficha útil, una alcancía con piernas.
Usted confunde sonrisas con aceptación y cree que ascendió cuando lo invitan a la boda de sus hijos, cuando lo sientan en primera fila, cuando pronuncian su nombre sin titubear. Pero toda esa etiqueta desaparece en el mismo instante en que usted deje de controlar el grifo del Estado. Cuando salga del cargo, cuando pierda la llave del presupuesto, esos mismos “amigos” volverán a su indiferencia original. La élite no hace duelo por funcionarios salientes; simplemente hace reemplazos.
Y entonces, funcionario emocionado, aprenderá la lección que nadie le dijo: usted nunca perteneció a ese círculo. Usted nunca subió. Usted fue subido, aunque solo mientras servía. El día que ya no firme, no cuente con bodas, ni cenas, ni tertulias. La élite no pierde amigos, pierde inversiones. Y usted, lamentablemente, nunca fue amistad: fue un gasto corriente.
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