jueves, noviembre 20, 2025
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Editoriales

El vacío detrás del ruido

En este país la opinión se volvió una moneda tan devaluada que cualquiera la imprime sin control. Todo el mundo habla, todo el mundo sentencia, todo el mundo “sabe”, pero casi nadie piensa. Aquí la conversación pública es un carnaval de ocurrencias: un país entero opinando en coro, sin un solo instrumento afinado, sin una idea que trascienda el minuto siguiente. Somos una república de decibeles, no de ideas.

El opinador dominicano es veloz, reactivo, contundente… y peligrosamente superficial. Se indigna por deporte, comenta por reflejo, repite lo que escuchó ayer como si lo hubiera descubierto hoy. Pero cuando llega la hora de hacer lo más elemental —pensar, estudiar, conectar causas, proponer soluciones— la multitud se disipa como humo. El análisis serio aquí es un acto heroico. Lo que se celebra es la frase ruidosa, la exageración, la simplificación descarada.

Hemos creado un país donde la profundidad es incómoda y la ignorancia es democrática. Cualquiera puede opinar, y está bien. El problema es que hemos confundido esa libertad con una equivalencia absurda: que toda opinión vale lo mismo que un argumento. Que un comentario impulsivo pesa igual que un estudio. Que un meme sustituye a una propuesta. Y así nos va: un debate público infantilizado, incapaz de pasar de la queja a la solución.

Porque pensar implica responsabilidad, rigor, paciencia. Pensar exige desmontar cómodas narrativas, hacer preguntas que nadie quiere escuchar, y plantear rutas que incomodan a quienes prefieren el caos porque en él navegan mejor. Pensar es un acto político profundo, no un impulso emocional.

Hasta que no dejemos atrás la adicción nacional al comentario y adoptemos la valentía del pensamiento, seguiremos estancados en este círculo vicioso: un país donde todo se opina y nada se resuelve. Un país con mucho ruido, pero sin guía. Un país que habla… pero no piensa.

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