En esta República que presume decencia en el día, la verdadera biografía del poder se escribe de noche, en mansiones alquiladas con nombres falsos y cortinas que impiden que la vergüenza escape. Allí, donde no llegan cámaras ni auditorías, comienza la otra política: la del sudor, la máscara y el silencio. Basta decir una contraseña y se abre un mundo donde los límites morales se derriten como hielo en un vaso de cristal.
Las máscaras no esconden rostros: esconden la culpa. Detrás de ellas, los guardianes de la familia y los predicadores de la ética pública se entregan a una degeneración que no admite matices. Cuerpos importados como mercancía de lujo, rituales que rozan lo grotesco, fantasías compradas sin pudor y un desfile de excesos que no buscan placer: buscan demostrar que el poder alcanza hasta donde llega la impunidad.
En esos cuartos donde el alcohol corre más que el agua potable de cualquier barrio, se deciden licitaciones, se intercambian silencios, y se bendicen futuras traiciones. Allí, el Estado no es una institución: es un cuerpo más, disponible, manipulable, negociable. La noche se convierte en un comité político sin actas, donde la lujuria y la corrupción comparten la misma cama.
Y cuando el cansancio los deja sin máscaras ni pretextos, salen tambaleando hacia sus yipetas. El chofer, ya entrenado en estas resurrecciones, les ofrece un Electrolit frío para devolverlos a la compostura. Beben, respiran, ajustan la camisa y vuelven a presentarse ante el país como paladines de la moral.
Pero lo que ocurre en esas casas clandestinas no se queda allí. Filtra su hedor en decisiones públicas, en nombramientos, en impunidades. Porque mientras ellos celebran en la oscuridad, la resaca institucional la paga el país entero.
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