En este país seguimos atrapados en una lógica perversa: cuando alguien es acusado, pareciera que el proceso penal incluye automáticamente a toda su familia. El morbo se activa, la opinión pública se enciende y la culpa empieza a circular como si fuera una herencia. Ese impulso de arrastrar inocentes es una señal clara de que todavía confundimos justicia con espectáculo.
El caso de Ethian Vásquez, acusado de narcotráfico, lo demuestra con crudeza. Antes de preguntarnos qué dice el expediente, muchos corrieron a señalar a su padre, el juez José María Vásquez Montero, como si la investidura lo obligara a cargar también con los pecados de un hijo adulto. Y sin embargo, su respuesta fue la que debería marcar la pauta: si es culpable, que lo aplaste la ley. Punto. No escudos, no excusas, no sentimentalismos. Un recordatorio sobrio de que cada quien responde por lo que hace, no por el rol que ocupa la familia.
Pero aquí somos expertos en construir narrativas donde la sangre pesa más que los hechos. Nos encanta imaginar conspiraciones familiares, tejer historias paralelas, inventar responsabilidades donde no las hay. Esa fantasía colectiva no fortalece el Estado de derecho; lo debilita, porque desplaza el foco de donde debe estar: el acto, la prueba, la investigación.
Los familiares no tienen por qué pagar las decisiones de otro. Nadie debe cargar culpas ajenas para satisfacer la curiosidad nacional. La única excepción —porque toda regla la tiene— es cuando se pruebe lo contrario. Si la justicia demuestra participación, encubrimiento, beneficio o complicidad, entonces que responda quien sea necesario, desde el hijo hasta la abuela si hace falta. Pero sin evidencia, condenar por apellido es simplemente una forma elegante de barbarie.
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