En política, como en la vida, no importa quién cocine: el comensal juzga al anfitrión. En la República Dominicana, nadie recuerda a los ministros, pero todos señalan al presidente. Si una gestión falla, si una obra se trunca, si una crisis se maneja mal, el país no apunta a los funcionarios técnicos o a los asesores: apunta al rostro en la portada, al nombre en la boleta, al presidente.
Por eso, gobernar no es solo tomar decisiones, sino saber quién las ejecuta. El jefe de Estado no puede delegar la ética, la visión ni la capacidad. Cada ministro que elige no es solo un colaborador: es una extensión de su mandato, una promesa con nombre y apellido. Un ministro incompetente no daña su reputación: daña la del presidente. Uno corrupto, lo arrastra. Uno ausente, lo debilita.
La historia política nacional está plagada de nombres que desaparecen tan pronto dejan el cargo. ¿Quién recuerda al ministro de Obras Públicas que manejó las grandes carreteras? ¿O al de Salud durante una emergencia sanitaria? A nadie le importa. En cambio, todos saben bajo qué presidente se hicieron —o se dejaron de hacer— las cosas.
En un país donde la memoria es corta pero el juicio es implacable, el presidente debe elegir a sus ministros con la certeza de que, al final del camino, los errores no se cobrarán en los despachos… sino en el Palacio. Porque al final, la factura siempre llega. Y llega a nombre del presidente.
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