En República Dominicana hemos aprendido a vivir entre el desorden, la impunidad y la informalidad como si fueran parte natural de nuestra identidad. La costumbre de normalizar lo malo ha calado tan hondo que ya no nos escandaliza lo que debería revolcarnos el alma.
Aceptamos que los sindicatos del transporte, tanto de pasajeros como de carga, operen como mafias legalizadas, dueñas de rutas y privilegios, saboteando toda modernización. Y lo justificamos con resignación: “eso siempre ha sido así”.
Hemos convertido las bancas de apuestas en parte del paisaje. Hay más que escuelas. Se alimentan de la desesperanza de los pobres, y sus dueños, algunos ya legisladores, se enriquecen a la sombra de la impunidad.
Toleramos una generación de influencers que se nutren de la desinformación, la vulgaridad y el morbo. La mentira se viraliza y se monetiza, aunque implique burlarse del dolor o propagar odio.
Y qué decir del ruido: fiestas callejeras, colmadones, bocinas. Dormir tranquilo se ha vuelto un privilegio. La bulla es más respetada que la ley.
También están los motoristas temerarios, los limpiavidrios agresivos, los buscones que trafican favores, los evasores fiscales de siempre, la migración irregular que todos ven pero nadie enfrenta. Lo hemos visto tanto que dejamos de verlo.
Y eso es lo más peligroso: cuando dejamos de indignarnos, nos volvemos cómplices silenciosos.
La corrupción no siempre usa saco y corbata. A veces se disfraza de cultura, de costumbre, de viveza criolla. Pero esa viveza nos atrasa y nos divide. El costo es inmenso: vidas perdidas, pobreza perpetuada, instituciones erosionadas y una juventud que cree que la ley es opcional.
Despertar como nación empieza por una autocrítica profunda. No podemos exigir cambio desde la comodidad de lo incorrecto. Hay que romper el ciclo. Exigir más, tolerar menos. Llamar las cosas por su nombre. Y sobre todo, recuperar la capacidad de asombro ante lo inaceptable.
La patria no se construye desde la costumbre del caos, sino desde la dignidad de lo correcto.