En República Dominicana, hay una frase que flota en pasillos políticos, redacciones y grupos de poder: “No enfades al cocodrilo antes de cruzar el río.” Es una advertencia envuelta en refrán, una fórmula de autopreservación. Pero también, una rendición anticipada.
Ese cocodrilo tiene nombres y apellidos. A veces se llama Gobierno. A veces Partido. A veces Funcionario. A veces Empresario. O simplemente “el que reparte”. Y el río que hay que cruzar es el acceso a contratos, favores, protecciones o simple tranquilidad. La lección implícita: no cuestiones, no critiques, no denuncies… porque podrías quedarte en la orilla.
Pero ¿qué ocurre cuando el cocodrilo hace del río un lodazal? Cuando reparte obras como fichas de lealtad, reparte publicidad para callar bocas, reescribe normas para perpetuarse o criminaliza la disidencia. ¿También entonces debemos guardar silencio por miedo a mojarnos?
Muchos en esta sociedad —políticos, empresarios, periodistas, hasta líderes religiosos— han aprendido a convivir con el cocodrilo. Le sonríen. Le aplauden. Le justifican. Y así, el poder se vuelve cómodo, arrogante, convencido de que la crítica es un acto de traición y no de salud democrática.
Pero si nadie se atreve a decir lo obvio, si todos esperan que otro dé el paso, si el miedo a las consecuencias paraliza la conciencia, entonces no hay democracia: hay servidumbre con rostro institucional. Y la sumisión no construye repúblicas, solo las adorna mientras se pudren por dentro.
Callar para sobrevivir es comprensible. Pero callar para mantener privilegios es indigno. Y callar cuando el cocodrilo se traga al país es ser cómplice de su hambre.
Por eso, aunque duela, aunque cierre puertas, aunque venga el diluvio, hay que decir lo que toca. Porque al final, lo que mantiene vivo al cocodrilo no es su fuerza, sino nuestro silencio.
Somos EL TESTIGO. Una forma diferente de saber lo que está pasando. Somos noticias, realidades, y todo lo que ocurre entre ambos.
Todo lo vemos, por eso vinimos aquí para contarlo.