martes, septiembre 9, 2025
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Editoriales

Las rejas de la sociedad

En este país los barrotes de la justicia suelen doblarse con facilidad. Expedientes que arrancan con ruido terminan en silencio, jueces que tropiezan con tecnicismos, fiscales que pierden el impulso, y un sistema que, más que sancionar, parece proteger. Pero hay unas rejas más firmes, invisibles, que no se archivan ni se negocian: las de la memoria social.

Porque aunque la toga y el martillo absuelvan, la calle condena. El rumor público se convierte en sentencia. Las fortunas inexplicables —apartamentos en torres de lujo, relojes que superan su salario de toda una vida, vehículos que anuncian más poder que trabajo— son pruebas irrefutables para un pueblo que sabe de dónde salió cada peso. Y cuando se trata del erario, el veredicto no necesita acta de audiencia: ladrón.

Ese juicio social no se extingue con el tiempo. No hay prescripción posible. Se hereda. Los hijos llevarán el estigma de ser “los hijos del que se robó”. Los nietos cargarán con la marca indeleble de una descendencia señalada: la del vueltero. En las aulas, en las oficinas, en los clubes y restaurantes, los ojos que viran, las risas a medias, las conversaciones que bajan de tono, son las cadenas invisibles de una condena que no termina nunca.

Y quizá esa sea la ironía más amarga: mientras la justicia formal titubea y los culpables exhiben su impunidad con ostentación, la sociedad guarda memoria, y esa memoria es cruel, porque castiga sin fecha de caducidad. Una condena perpetua que no se cumple entre rejas de acero, sino entre los muros del rechazo colectivo.

Las rejas de la sociedad no tienen candados, porque no hay llave que abra lo que el pueblo ya decidió cerrar: la dignidad negada a quienes robaron lo que era de todos.

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