La lluvia no improvisa; cae donde tiene que caer. Quien improvisa somos nosotros. Cada tormenta es un examen sorpresa, y las ciudades aprueban o reprueban sin posibilidad de maquillaje. Lo que ocurrió en Santiago de los Caballeros no fue solo una inundación: fue una confesión. El agua habló —y dijo que la planificación estaba ausente, que el mantenimiento dormía, que lo invisible no se cuidó hasta que se volvió imposible ignorarlo.
Ver un elevado bajo agua es más que una imagen viral. Es una señal de alerta. Una ciudad no debería ahogarse desde arriba. La “playa en Santiago” no fue un chiste popular; fue una metáfora cruel de lo que ocurre cuando las tuberías, los imbornales y los canales pasan más tiempo olvidados que atendidos. El clima fue el detonante, pero el fondo del asunto está en casa: limpieza que no llegó, mantenimiento que se aplazó, previsión que se quedó esperando turno.
Los desastres naturales no miden intención ni discurso. Miden capacidad. Son honestos, brutales, imparciales. Y cuando la infraestructura cede en cuestión de horas, la naturaleza no está castigando: está explicando. Recordando que prevenir siempre cuesta menos que reparar, que lo básico —un desagüe despejado, un drenaje funcionando, una ciudad preparada— vale más que cualquier eslogan de modernidad.
Que quede la lección. La próxima lluvia no preguntará si aprendimos; simplemente volverá a examinar. Y el agua, fiel a su naturaleza, volverá a decir la verdad.
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