En este país hay un sector que no aparece en los discursos ni en las estadísticas oficiales, pero que manda más que muchos ministros: los vuelteros. No levantan empresas ni crean empleos; levantan teléfonos y arman carpetas. Han hecho de las “vueltas gubernamentales” una maquinaria aceitada que funciona con la precisión de un reloj suizo… pero alimentada con dinero público.
No importa quién gane. Ellos no pierden. Llegan con las carpetas listas, las cotizaciones infladas y el mismo guion de siempre. Cambian el nombre de la compañía, no el negocio. Su lealtad no es política ni ideológica: es presupuestaria. Son los únicos que no necesitan elecciones para asegurarse un puesto en el festín del poder.
La comisión no es un soborno, es parte de su estructura de costos. La licitación no es una competencia, es una formalidad para legalizar el guiso. Los ministros se van, los presidentes pasan, pero ellos se quedan, invisibles y cómodos, mientras las promesas de transparencia mueren en los titulares.
Y lo más corrosivo de todo: su existencia ya no indigna. La vuelta se volvió paisaje. Han logrado que el descaro parezca normalidad. Mientras el país espera cambios, ellos afinan la próxima jugada. Porque aquí los gobiernos gobiernan por turnos… pero la vuelta gobierna siempre.
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