En este país hay una palabra que se pronuncia en voz baja, como si fuera una ofensa: origen. Nos encanta aplaudir a las grandes fortunas, los emporios consolidados y los apellidos que pesan en los salones de poder… pero casi nadie pregunta cómo empezó todo. No porque no se pueda saber, sino porque no conviene. Porque detrás de muchas de esas historias de “éxito empresarial” no hay garajes humildes ni ideas brillantes, sino capital semilla manchado por la corrupción, el narcotráfico, el lavado de activos y el crimen organizado.
Aquí el dinero tiene una virtud perversa: el tiempo lo blanquea y la sociedad lo bendice. Basta con sobrevivir unos años, invertir en una buena imagen, financiar campañas políticas, patrocinar un evento cultural y posar para una revista de negocios para que el pasado se desvanezca en la memoria colectiva. La sociedad dominicana no premia la transparencia: premia la riqueza. No importa si fue robada, traficada o lavada; mientras brille, se celebra.
Pero hay una verdad que no desaparece aunque se vista de seda: un capital podrido no construye cimientos firmes. Por más títulos que cuelguen en la pared, quienes saben de dónde vino su dinero cargan un miedo permanente: el de que un día se derrumbe la fachada y la historia vuelva a su punto cero. Por eso invierten tanto en proteger la reputación: porque es lo único que sostiene un edificio construido sobre arena.
Mientras tanto, se nos repite el cuento de la meritocracia para justificar fortunas que nacieron de la trampa. Y así seguimos, confundiendo éxito con impunidad, riqueza con respeto, fachada con prestigio. Pero los países no se construyen con silencios cómodos, sino con la valentía de mirar el origen de las cosas. Y ahí, justamente ahí, es donde muchos de nuestros “gigantes” no aguantan un solo golpe de verdad.
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