En la política dominicana, pocos especímenes son tan persistentes —y lamentablemente efectivos— como el lambón. Es ese personaje que no tiene cargo, pero vive en los pasillos del poder; que no tiene ideas, pero repite eslóganes como si fueran mandamientos; que no defiende principios, pero sí posiciones… aunque no sean suyas. El lambón limpia sacos, abre puertas, aplaude con entusiasmo todo lo que diga su jefe, aunque no lo entienda, aunque sea una barbaridad.
El lambonismo no es nuevo. Ha sido parte estructural del clientelismo político dominicano. Pero en la era de las redes sociales, el lambón 2.0 ha evolucionado: ahora tuitea elogios a su líder, publica selfies en actividades oficiales sin tener función alguna, y ataca sin pudor a todo aquel que critique al gobierno que hoy lo alimenta. Mañana, si cambian las fichas, jurará lealtad al próximo. No hay ideología, solo conveniencia.
Este fenómeno no solo degrada la política, también margina a quienes verdaderamente quieren servir. El lambonismo convierte la administración pública en un circo de aduladores donde se premia la obediencia ciega y se castiga la independencia. Así se cancela el pensamiento crítico y se perpetúan los vicios del sistema.
Lo peor es que muchos funcionarios lo permiten —algunos hasta lo fomentan— porque el lambón es útil: hace bulto, construye cultos de personalidad y refuerza la ficción de que todo va bien.
Pero el país no avanza con adulaciones. Necesitamos servidores públicos, no cultivadores de bufones. El verdadero liderazgo se construye con dignidad, no con halagos baratos.
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