La historia, vieja como el hombre, enseña que las grandes traiciones no se forjan en el exterior, sino en las entrañas mismas de quienes un día juraron lealtad. No es el adversario lejano quien derriba los imperios, sino el aliado íntimo, el que conoce los pasillos ocultos, las vulnerabilidades, los sueños y los miedos.
En la política dominicana esta verdad se repite como un eco constante. Los enemigos más peligrosos no son los partidos contrarios ni los críticos en redes sociales: son los propios compañeros, los que ayer aplaudían, los que ocupaban los puestos de confianza, los que bebieron del mismo triunfo y hoy conspiran en la penumbra.
El transfuguismo, la puñalada por la espalda y las traiciones disfrazadas de "renovación" son parte del tejido de nuestro escenario político. Las crisis internas, más que las campañas externas, han terminado debilitando gobiernos, partidos y liderazgos. A menudo, los grandes fracasos no fueron obra de un enemigo formidable, sino de la deslealtad silenciosa de quienes llevaban el uniforme propio.
Hoy, mientras se acercan momentos decisivos para el país, no deja de ser pertinente recordar que la estabilidad de cualquier proyecto político depende menos de la fuerza de sus opositores y más de la lealtad —o falta de ella— de sus propios miembros. La ambición personal, el resentimiento no resuelto, el cálculo mezquino de quienes prefieren ver arder la casa antes que perder su espacio, son las verdaderas amenazas.
La traición no viene de afuera. Nunca ha venido de afuera. La traición nace dentro, se alimenta del ego, y se disfraza de modernidad, de disidencia legítima, de renovación necesaria. Pero su objetivo es siempre el mismo: destruir desde adentro lo que no pudieron vencer desde fuera.
Que no nos engañemos: en política, como en la vida, los golpes más duros no vienen del enemigo declarado, sino del amigo que dejó de serlo sin avisar.
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