Un día como ayer, 14 de julio de 2002, murió el doctor Joaquín Balaguer. Un personaje que marcó considerablemente la historia política de la República Dominicana. Casi todo hecho importante de la vida pública en nuestro país, en el marco de la segunda mitad del siglo XX, lo involucra directa o indirectamente.
Han pasado 23 años desde su muerte y son muchas las personas que aplauden su legado. A mí me gusta clasificar en cuatro partes a quienes lo veneran:
- Quienes no han hecho el esfuerzo de leer o, siquiera, ver un documental sobre la historia dominicana;
- Quienes saben de historia, pero se vieron beneficiados por su régimen y, por eso, ignoran sus atrocidades;
- Quienes fueron sujetos de su clientelismo exagerado;
- Los fanáticos de derecha que pasan por alto sus barbaries (igualitos a la gente de extrema izquierda que tanto critican, por defender las hostilidades de Castro en Cuba).
Utilizan como argumento principal —para justificar al dictador “blando”— sus grandes obras materiales, pero ignoran las obras intangibles: el temor, la persecución y la sangre.
Las masacres a estudiantes, los desaparecidos, la impune corrupción, el derroche gubernamental para las “botellas”, el retraso democrático, la perpetuación en el poder, el debilitamiento de la libertad de prensa, los encarcelamientos injustos, las torturas, las persecuciones políticas y la falta de institucionalidad es a lo que más atención se le debe poner en su régimen.
Al evocar a Balaguer, no se debe hacer con regocijo, pues sus gobiernos fueron marcados por tendencias dictatoriales —algo de esperar viniendo de un incondicional cómplice de la cruel dictadura de Trujillo—. Se aplauden sus obras como si ese no fuera el trabajo de un presidente y, de igual modo, se defienden sus sistemáticas violaciones a los derechos fundamentales como si eso fuera normal, y como si lo anterior tuviera más peso que las vidas humanas.
Con su sagacidad impregnó la narrativa que aún perdura: todo crítico de su gobierno era un “conspirador comunista que nos llevaría a ser como Cuba”. Y, después de todo, si se mata a un “comunista”, el asesinato resulta indiferente, porque el comunista es un parásito sin valor alguno.
El que no recuerda bien su historia está condenado a repetirla.